El otro día fui al supermercado con mis pantuflas de perro puestas para ver la reacción de la gente. Algunos habrán pensado que era una loca de atar, pero la verdad es que lo mío fue antropología pura: mi intención era ver el efecto que producía un acto meramente privado (andar en pantuflas) en el medio de la Avenida Santa Fé.Más o menos lo mismo pasa cuando un niño eructa en un restaurante, el vecino baja a abrirle al delivery en pijama y ni hablar de las discusiones a los gritos que trascienden paredes y puertas. Esos momentos privados, donde el otro se da licencias de todo tipo despiertan curiosidad -al menos en mí- porque en el fondo todos tenemos algo de chismosos y nos regodeamos en la incomodidad ajena.
Los vecinos son nuestros extraños más conocidos. Con el paso del tiempo vamos reconociendo sus sonidos, olores y visiones. Sabemos que los viernes a la tarde, después del laburo, el del 4to C pone mezcladito de cuarteto y cumbia al mango. Intuimos que el olor que se filtra es la hamburguesa que se está comiendo el de abajo. Cerramos la ventana cuando el de enfrente se levanta voyeurista.
...lástima que yo hoy me levanté con ganas de vivir en una casa.

