
El otro día tomé el colectivo 15 cargando muy pocas horas de sueño. Viajaba como de costumbre en un asiento de la ventanilla, cerca, pero sin llegar al fondo. Había sido un día particularme estresante y, después de trabajar 18 horas seguidas, estaba en un estado de vigilia extrema en el que cualquier ruidito o movimiento, por más ínfimo que fuera, me hubiera sobresaltado hasta el escándalo.
El viaje promediaba los diez minutos cuando de repente lo escuché por primera vez. Una granja en la garganta de un señor. Sí, de señor y no de señora. Áspera como lima de uñas. En menos de lo que canta un gallo, se convirtió en un gemido. Si en este momento yo fuera heroína -no digan nada, la estúpida propaganda de OSDE Neo-, me gustaría tener ojos en la nuca para descubrir la fuente de todo mal.
Llegó mi turno de bajarme, pero ese morbo innato me llevó a buscar a la bestia de corral, que en mi imaginación ya tenía plumas y patas filosas. Tremenda fue mi desazón cuando vi a un ser humano común, cabizbajo y bastante enfermo.