Una tarde de abril de 1987, Carla sintió un olor penetrante que provenía de la bolsita de higiene de su hija Luli. Parecía a milanesa, pero no podía afirmarlo a ciencia cierta. El olor a jabón y a fritura en cuasi-descomposición se fundían en uno. Cuando le preguntó a Luli qué había hecho con la bolsa, la nena se largó a llorar y confesó todo:
L: En el comedor el cocinero siempre nos da milanesas gruesas, con mucha grasa y doble pan. Si queremos comer postre, la condición es que terminemos el plato y, como hoy dieron helado, tuve que meter la milanesa en algún lado.
C: ¿Y dónde está la milanesa?
L: En el inodoro del baño del colegio.
Los comedores de los colegios públicos en los ochenta parecían cuarteles militares. Las señoras gordas que hacían las veces de mozas ponían su mejor cara de bruja cada vez que algún chico se atrevía a preguntar qué día de la semana había pizza o si le podían traer un pan de más. Te obligaban a comer hasta la única miga y, si no, te sacaban automáticamente el postre.
Los chicos se dividían entre los que comían por obligación, los que comían por hambre y los que no comían por asco. No había lugar para débiles (véase
película referencial), ni para flacuchos. Siempre en las mesas había un comilón que le sacaba comida a los más flacos para que no los retaran (esa era la excusa).
Como servían sólo agua, los chicos traían Tang y otras yerbas y competían a ver quién tomaba el jugo más concentrado. Vacíaban dos o tres sobrecitos, hasta la mitad del vaso, y la otra mitad la llenaban con agua. Cualquiera que viera esa escena habría pensado que se querían intoxicar. Pero así transcurrían los días en los comedores públicos... para algunos, una oportunidad para comer por doble; para otros, ayuno constante hasta que llegara el famoso cuadrado de queso.